Aunque la región se asocia generalmente al tinto, sus blancos ofrecen más calidad, diversidad y ambición que nunca dice Amaya Cervera en el diario El País.
Los vinos blancos no son una novedad en Rioja. Hace unas semanas, gracias a la generosidad del importador asentado en Canadá, Alex Klip, que es también un apasionado de los vinos viejos, pude probar un Monte Real presumiblemente embotellado en los años treinta. El color era marrón, pero la boca mantenía la acidez y ofrecía el tipo de textura acariciante que solo se consigue con el reposo prolongado en botella.
En mi cajón de recuerdos de riojas blancos viejos guardo un delicado Paternina Semidulce 1948 de la bodega del Conde de los Andes en Ollauri que ahora custodia el grupo Muriel tras restaurar sus viejos calados subterráneos; un Viña Soledad Tête de Cuvée 1959 de Franco-Españolas que parecía 40 años más joven (no es una exageración); o una vertical de Tondonia organizada en 2006 en las instalaciones de López de Heredia en Haro por la que desfilaron añadas de 1957 a 1981.
La extraordinaria fidelidad de Tondonia a su pasado es una rareza. Muchos riojas blancos clásicos desaparecieron (Viña Ardanza, por ejemplo, se despidió del mercado en los ochenta) o perdieron la conexión con los estilos y elaboraciones de antaño, aunque subsistieran las marcas originarias.
En Rioja, tanto la industrialización de los setenta como la renovación enológica de los noventa fueron esencialmente tintas. Los primeros blancos que despuntaron en este contexto fueron fruto de inquietudes muy personales. Si Conde de Valdemar hizo la primera fermentación moderna en barrica, Remelluri trastocó estilos con un popurrí de variedades cultivadas a gran altitud que dejaba fuera a la uva blanca más plantada en la región: la viura.
Abel Mendoza se ganó una legión de admiradores vinificando por separado las variedades locales. Y, por supuesto, los enólogos de más renombre no tardaron en idear ambiciosos blancos. Miguel Ángel de Gregorio empezó con Allende para seguir con el parcelario Mártires. Benjamín Romeo lanzó Qué Bonito Cacareaba; Carlos San Pedro, el afilado Añadas Frías, que, cuando la climatología no encaja con el título, lo vende como San Juan de Anteportalatina.
Rafael Palacios dejó bien encarrilado el Plácet en Rioja Baja (hoy Oriental) antes de subir al estrellato gallego con As Sortes en Valdeorras. A Basilio Izquierdo hay que agradecerle que pusiera en el mapa la garnacha blanca como ingrediente clave en los blancos de calidad riojanos con su B de Basilio.
La pasión blanca no ha dejado de crecer animada por la demanda internacional. Hoy, de hecho, el mundo consume más vino blanco que tinto.
En 2007, el Consejo Regulador autorizó nuevas variedades blancas: las minoritarias maturana blanca y turruntés, la tempranillo blanca, una mutación de la tinta descubierta por casualidad en un viñedo de la región; pero también, en una decisión muy controvertida, castas internacionales como chardonnay y sauvignon blanc, junto a la verdejo popularizada por Rueda.
En un momento en que el mundo del vino busca elementos propios y diferenciales, estas últimas se han utilizado más como recurso aromático y de estructura para competir con regiones especialistas en blancos. Las propuestas más ambiciosas han preferido el argumento local.
Bodegas como Contino, Muga o Roda, que nacieron como productores de tintos de prestigio, han lanzado blancos con idénticas aspiraciones de calidad.
La evolución de Remírez de Ganuza, que arrancó con un modesto Erre Punto que dio paso a un reserva y un gran reserva de altos vuelos que supera los 80 euros, es paradigmática en este sentido.
Los nuevos pequeños productores incorporan de manera generalizada blancos de calidad en sus gamas, en ocasiones con guiños originales como el que hace Olivier Rivière criando en barricas de Jerez su Mirando al Sur o el trabajo con pieles de Bodegas Bhilar que brilla en los largos envejecimientos de Phinca La Revilla Sexto Año.
Entre las bodegas históricas, Murrieta ha recorrido un largo camino con Capellanía hasta llevarlo donde quería y convertirlo en una referencia esencial en la región. Para ello ha tenido que resucitar a su hermano mayor, la versión blanca de Castillo Ygay, que se ha convertido en el blanco más caro de Rioja. Otras, como Cvne y Franco-Españolas, han desempolvado viejas recetas o, como Gómez Cruzado, se han reinventado en clave de modernidad. Hay infinidad de buenas razones para explorar el mundo de los riojas blancos.
Por Amaya Cervera para El País